AMIGAS

Click above to add it to the post (migrac10.jpg)  Fatu es una mujer valiente. Fatu es senegalesa y cada día pasea su imponente envergadura por el paseo marítimo, intentando vender su mercancía mientras regala una sonrisa.
Hace algún tiempo que la conozco y desde entonces, cada año regreso de mis vacaciones con algunas piezas de bisutería que acaban en un cajón para engrosar los kilos y kilos de quincalla que ya tengo. Quizás no vuelva a ponerme esa pulsera o aquel collar; pero tenerlos y verlos me recuerda cada día que hay muchas Fatu, senegalesas o no, que miran cada mañana a la vida cara a cara, y se enfrentan a ella con valentía.
Fatu es la segunda esposa de su marido musulmán, con el que tiene 3 hijos. Pero un día decidió que sus vástagos tenían derecho a vivir una vida mejor, a poseer estudios, una casa... en definitiva, a todo lo que cualquier chico tiene derecho en la vida, senegalés o no. Así es que Fatu, mi heroína, recaló en Canarias donde a base de tiempo y esfuerzo consiguió la maldita tarjeta de residencia. Poco después, Fatu terminó trabajando en la costa malagueña donde yo la conocí y donde cada año renovamos nuestra amistad.
Es mi negra. La negra más guapa que he visto nunca. Yo le digo que es la reina de mi playa y que si el saco de huesos de Naomi Campbell la viera, se echaría a temblar de pura envidia cochina. Entonces, ella me regala una sonrisa blanca como la nieve que, junto con su alma, es lo único blanco que Fatu posee. Es feliz y se ríe de nuestra crisis mundial; "En Senegal siempre estamos en crisis", dice. Echa de menos a sus hijos y las blancas playas de Dakar que la vieron nacer, y cada temporada espera con ilusión el día que vuelve a su país para pasar unos meses con su familia. Todo lo que gana lo invierte en la educación de sus hijos. La escuela pública en Senegal no es de calidad y ella, -y su espalda-, se matan cada día para pagar un colegio y una universidad privada para ellos.
Es alta, grande. Lo suficiente para que todos los kilos que tiene de más le sienten de maravilla. Su piel es negra, muy negra, y su tacto, suave y esponjoso. Me gusta que Fatu me abrace. Es como si nada malo pudiera pasarte nunca si ella te cobija.
Cada año el Ramadán la pilla vendiendo su mercancía en la playa, con un calor de mil demonios. Cada día mira la salida de la luna en el calendario antes de beber siquiera un sorbo de agua. Yo creo que Alá no se enfadaría si Fatu, Baba, Omar y todos mis negros senegaleses musulmanes tomaran un poco de agua durante el día. Pero ellos, por si acaso o por si Alá o Mahoma se mosquean, no lo hacen.
El otro día Fatu preguntó por mí en el sitio al que habitualmente vamos a comer cuando estamos de vacaciones. Le dijeron que había estado comiendo allí pero que ya me había vuelto a la playa. En pleno sopor de sobremesa, debajo de la sombrilla y mientras un sudoku de El País me destrozaba la única neurona que me funciona a esas horas, sentí a mi espalda un enorme vozarrón: "¿Cómo 'está' guapa?". Era mi negra, era la reina, mi amiga Fatu. "Mal día de venta -pensé- para que se atreva a bajar a la arena con este calor y con su machacada espalda". Pero lo hizo. Como una auténtica gladiadora. Se sentó a la sombra con nosotros y hablamos un buen rato de lo divino y de lo humano, de muchas cosas, de Senegal, de la otra mujer de su marido con la que ella nunca ha querido compartir casa porque prefiere vivir con sus hijos y su madre en otra; en fin, una charla de amigas. Comencé a hurgarle en su cestita llena de abalorios, mientras hablábamos de que la esperanza no se encontraba en los políticos, ni en los bancos, ni en los ejércitos; tampoco en los que predican desde Roma con casullas bordadas en oro. "¿Tú no crees en Dios?", me espetó. "Sí creo, pero a mi manera Fatu; creo en el Jesucristo que predicó con el ejemplo, en el que decía que todos somos iguales; creo en el Mahoma que predica la paz y el amor y no en los que, en su nombre, se inmolan con un cinturón de explosivos en un mercado lleno de mujeres y niños. En eso creo, Fatu. Los seres humanos somos nuestra única esperanza. La ayuda sólo puede venir de nosotros y de nuestro corazón". Fatu asentía, "tienes razón, decía, yo pienso lo mismo".
Fatu dice que no cree en la crisis, que la han inventado para meternos el miedo en el cuerpo y me dice que los españoles no deberíamos de estar asustados. Que si tenemos salud, algo para comer cada día y amigos a los que ayudar y que nos ayuden, no necesitamos nada más.
Nos despedimos aquella tarde hasta el día siguiente. Ella con su canasto en la cabeza, paseando su mejestuosidad por el paseo marítimo y yo, con dos pulseras más para el cajón de la quincalla y 15€ menos en el bolsillo. Antes de irse, Fatu, musulmana y senegalesa, regaló un rosario católico a mi madre.
Fatu siempre sonríe; es senegalesa, de Dakar. Fatu es una mujer valiente y es mi amiga.


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