LA ENFERMEDAD COMO CAMINO


"La enfermedad como camino" es un pequeño librito, escrito por los doctores alemanes Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke, que descubrí hace muchos años y que recomiendo a todo el mundo encarecidamente. Es un libro, de los clasificados como de autoayuda, que intenta explicar las enfermedades, o mejor dicho, sus causas. Estos doctores son de la opinión de que la enfermedad, sea del tipo que sea, es un método de enseñanza para el ser humano y que intentar aprender de ella nos hace ser mejores y a su vez previene la aparición de otras nuevas. En este libro, los accidentes son considerados como 'enfermedades', lógicamente.
   Así es que una vez instalada en el sofá, con una flamante escayola (Léase EL QUINTO METATARSIANO), y con mi 'santo' dando vueltas como una peonza sin saber qué hacer para sentirme más cómoda, consulté el librito en cuestión por si se mencionaba algo sobre fracturarse un hueso. Y encontré lo siguiente, y cito textualmente: "...Toda fractura provoca una interrupción del movimiento y la actividad y exige descanso. De esta pasividad forzosa debería surgir una reorientación.[...], el cuerpo tiene que romper con lo viejo para permitir la irrupción de lo nuevo. La fractura rompe con el camino anterior que estaba caracterizado por la hiperactividad y el movimiento.[...]. El hueso representa en el cuerpo el principio de solidez de las normas que dan un punto de apoyo, y también al de la anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y no puede cumplir su función. Algo parecido ocurre con las normas: tienen que proporcionar una base, pero una rigidez excesiva las hace inoperantes. Una fractura nos señala en el plano físico que se ha pasado por alto un exceso de rigidez de la norma en el sistema psíquico. El individuo se había hecho excesivamente rígido e inflexible.[...]. Todo lo contrario de lo que le ocurre al niño pequeño, que tiene unos huesos flexibles que prácticamente no pueden romperse. El niño pequeño no conoce normas ni medidas en las que petrificarse.[...]
   Esclarecedor, ¿no?. Una larga baja para reflexionar sobre ello. Tranquila, en casa..., o al menos eso pensaba entonces.
   A las 48 horas, vuelta al hospital para nueva placa y revisión de la escayola. Llego en coche y de inmediato, una puerta se abre y una sonrisa flamante me ayuda a bajar dándome la mano entre el galimatías de bolso, cinturón de seguridad, muletas y un pie con escayola que pesa un quintal y que es cualquier cosa menos un pie. Agradezco la ayuda sin mirar mientras mi 'santo' va a volverse loco buscando aparcamiento en el centro de Madrid.
   Cuando reacciono, veo que la sonrisa sigue ahí conmigo. Tiene unos 30 años, es menudo, con el pelo casi rapado a ambos lados de la cabeza, mientras que por encima lo adorna con una hermosa cresta que le cae por la espalda en forma de rastas. Me mira y sigue sonriendo mientras me ofrece unos paquetes de kleenex a cambio de 'la voluntad'. No llevo un céntimo encima, ésa es la verdad, y se lo hago saber. "Bueno, otro día será", me espeta la sonrisa; "te ayudo a subir mientras viene tu chico". La sonrisa me ayuda a subir las escaleras y me deposita en la recepción de la clínica mientras regresa a su puesto de venta de kleenex en la esquina del edificio. Le miro de reojo y veo cómo va abriendo la puerta de cada coche privado o público que llega a la puerta del San Camilo. Seguí a lo mío; no volví a reparar en él. No estaba cuando salí de la consulta.
   No recordé a la sonrisa hasta que tuve que regresar de nuevo al hospital, esta vez en taxi y sola. Mientras pagaba al taxista, mi puerta se abría y la sonrisa me sujetaba las muletas. "No sé si decirte que me alegro de verte", me suelta, "mejor sería que no". Y esta vez sí que miro esa sonrisa y reparo en que tiene dueño. Hoy no me ofrece pañuelos y esta vez sí que llevaba unas monedas; la sonrisa lo sabía, me había visto pagar al taxista. Volvió a ofrecerme su ayuda para subir y acepté encantada.
   A la salida, ahí estaba, abriendo puertas, dando los buenos días a todo el que entraba y salía, y compartiendo un cigarrillo con el vendedor de cupones que comparte la esquina con él. Me vio bajar la escalera y me preguntó "¿Qué tal te ha ido?". "Regular", contesté, "esto va para largo". "Vaya, lo siento". Mientras me volvía a abrir la puerta del taxi de regreso a casa, le pregunté "¿Llevas pañuelos?. No llevo ninguno en el bolso hoy". Sonrió ofreciéndome dos paquetes. "No, sólo uno que ya voy para casa y allí tengo". Le doy 1 euro. "Mujer, coge el otro paquete también que te van a salir caros los pañuelos hoy". No lo cogí, no lo necesitaba. En realidad no necesitaba ninguno de los dos. Pero así, él tendría un paquete más para vender.
   Estos encuentros se repitieron alguna vez más a lo largo de mis visitas al traumatólogo de la clínica. Nunca le pregunté su nombre, puta falsa discreción, pero le inventé uno y le inventé una historia.
   Al principio, me imaginé que se llamaba David; más adelante, me pareció un nombre ridículo para él. No, se llamaba Jóse; sí, con acento en la o.
   Jóse es un chico en paro desde hace tiempo. Se casó demasiado joven , con algo de prisas quizás, con su novia de toda la vida. Se conocían del barrio y con 16 años ella ya estaba embarazada de su primera hija, porque Jóse tiene dos. Preciosas y maravillosas, que viven ajenas a las penurias que su familia tiene que soportar con la ayuda del paro que va agotándose y la venta de kleenex en la puerta de una clínica.
   Jóse y su chica reciben ayuda de sus padres, con los que viven. Pero eso ya es mucho para ellos que, a su jubilación, ven cómo de nuevo tienen que socorrer a sus hijos. Por eso Jóse, que no quiere ser una carga más pesada aún, acude cada día con sus pañuelos. Los vende mientras regala su sonrisa y sus 'buenos días' a los afortunados que aún pueden permitirse costear una sanidad privada.
   Por las tardes, Jóse intenta ganarse unos eurillos haciendo chapuzas; cuando salen, claro está. Ayuda a cargar y descargar en mercados, da portes y cosas así. Nada importante.
   Estuve dándole vueltas en casa. La próxima vez que acudiera a consulta me pararía a charlar un rato con él; le preguntaría su nombre, conocería su historia y diría que algún día la contaría en mi blog.
   Y llegó el día. Acudí al hospital con la casi total seguridad de que recibiría el alta médica y entonces invitaría a Jóse a un café para celebrarlo. Esa mañana, no me encontré ninguna sonrisa abriendo la puerta del taxi, ni a la llegada ni a la salida. Mi sonrisa no estaba allí. No había ido aquél día; me lo confirmó el vendedor de cupones.
   No he vuelto a verlo. No he sabido nunca su nombre. No sé si la historia que imagino es real o no. Tampoco me importa, la verdad. Oportunidad desperdiciada. Normas de cortesía que te impiden interesarte directamente por la vida de los demás. Normas cívicas que no dejan dirigirte a los demás con el corazón abierto por miedo a que te tachen de cotilla; por miedo a que te estafen, te dañen o te mientan. Normas rígidas que te anquilosan los huesos y terminan por rompértelos. La enfermedad como camino.
   A veces pienso que Jóse sólo existió en mi imaginación; otras, pienso que fue un ángel (del griego 'aggelos', 'mensajero') colocado allí para enseñarme que los pañuelos se venden pero que las sonrisas se regalan y las ayudas se brindan.
   Si alguna vez pasando por la madrileña calle de Juan Bravo, veis una sonrisa en la puerta del San Camilo, mirad en vuestros bolsillos por si no lleváis kleenex encima. Y le dais un gran abrazo de mi parte a Jóse.

Comentarios

  1. Gran articulo como sueles hacerlo ya casi de forma habitual.

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  2. Gracias amigo. Si os gusta a vosotros, me doy por satisfecha. Ése es mi premio.

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  3. Jose Luis Pabón Ortiz14 de julio de 2013, 6:27

    El 5º metatarsiano, un artículo descojonante , alegre, ágil y muy espontáneo, lo enlaza la autora con éste otro de muy distinto corte, lo que revela su versatilidad para afrontar distintos temas.
    En éste nos revela la grandeza y generosidad de un hombre sencillo. Describe con ternura a una persona a la que muchos pasan por su lado sin percatarse de su presencia.

    Nunca menosprecié a nadie por su status social, menos aún después de leer este artículo.

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